La saga de violencias y derrocamientos iniciada en septiembre de 1930 con la caída de Hipólito Yrigoyen alcanzó uno de sus picos más altos el 16 de junio de 1955.
Ese día, la Plaza de Mayo fue el escenario de una tragedia.
La muerte, la destrucción y el odio desatados fueron el preámbulo de lo que estaba por venir.
Más de trescientos muertos, un transporte público lleno de chicos alcanzado por una bomba, personas mutiladas y heridas, una postal del infierno.
Hemos aprendido, quizás, que la violencia no sólo no resuelve las diferencias sino que las agrava.
Aprendimos también, que la Democracia, el respeto por la voluntad de las mayorías y la alternancia son las herramientas más eficaces para convivir.
Hoy recordamos con tristeza un episodio lamentable, y a la vez, nos ponemos de pie para mirar todos juntos hacia delante, como lo hicieron los pueblos conmovidos y afectados por ese monstruo que es la intolerancia, para poder avanzar hacia un destino en el que la justicia, la libertad y la fraternidad sean los valores que nos mantengan unidos en nuestra permanente búsqueda de un mundo mejor.